El decisivo desatarse de las energías contenidas, la explosiva resolución de todo lo pendiente. La danza inexorable de los cuatro planetas que nos han tenido en vilo el 2020 llega a su clímax transformador en esta inquieta primavera.
En marzo, la increíble intensidad de los tiempos se volvió, poderosa, para adentro, con una pandemia que nos tuvo por lentos meses unánimemente confinados en la casa y en el alma. Preparándonos para una nueva realidad, soltando cáscaras antiguas en una metamorfosis tan imposible para la razón como natural para el espíritu. Quienes practicaron los tres requisitos esenciales para atravesar tamaña prueba -silencio, aceptación, gratitud-, recordarán esta temporada como una pausa bendita.
Pero ahora llega el cambio. Marte se puso retrógrado ayer, encendido de altos voltajes, listo para desafiar -dos veces, además- los poderes supremos de Júpiter, Saturno y Plutón. Es decir, la enorme energía de transformación que contiene esta unión de los tres grandes -en Capricornio, por lo demás, arquetipo de estructura social y cimiento necesario de toda realización-, será gatillada, disparada, por los tensos encuentros con el planeta rojo que se suceden de aquí a fin de año. ¡Peligro y oportunidad en todos los ámbitos!
Peligros de violencia personal y social, desde luego, por el extremismo de las polaridades en tensión. Será necesario sujetar firmemente las riendas de nuestro carro, porque los corceles emocionales que nos llevan están demasiado excitados, y pueden arrastrarnos adonde no queremos ir. Cuidar rigurosamente nuestra reactividad, porque la tendencia animal al ojo por ojo está fuertísima, y puede destruir nuestros propósitos de paz, entendimiento y generosidad.
Estuvimos confinados en el microcosmos de nuestra vida personal, justamente para ejercitar los músculos espirituales requeridos para realizar el sueño: paciencia, entrega, humildad. Confianza en nosotros mismos y en la vida. Ahora viene el exigente examen: el mundo está estallando de mil maneras, pidiendo a gritos que lo reciclemos.
Nos toca poner manos a la obra, y eso significa drásticamente decidir si seremos parte del problema, o elegiremos ser parte del remedio. No cuesta nada ser parte del problema: basta seguir creyendo que importa defender en todo momento mi opinión. Porque por supuesto tengo la razón, y eso me da el derecho de atacar y descalificar a quienes no la tienen; creyendo a pies juntillas que hago la guerra para hacer justicia. Llevamos veinte mil sangrientos años en eso.
Elegir ser remedio, volverse medicina para la humanidad, en cambio, cuesta mucho. Necesita de una honestidad interior que duele horrores, porque hay que confrontar lo que no nos gusta de nosotros, la sombra. Lo fácil, habitual, es ponerla en el otro, proyectarla. Creer que siempre eres tú el que me está atacando; yo solo me defiendo. Para sostener esta estupenda mentira, hay una estrategia al alcance de todos: no escuchar. ¿Para qué escucharte, si sé que la razón la tengo yo?
Enfrentar al agresivo, odioso, soberbio personaje que todos tenemos adentro, ése que constantemente se siente víctima de algún agravio, el mismo que mira secretamente a los demás con superioridad y desconfianza, sin siquiera escucharlos, es muy amargo. Y humillante al máximo. ¡Por eso tan pocos lo hacen!
Pero quien practica con persistencia este enfrentamiento íntimo va experimentando una concreta y creciente liberación. Su mente va dejando el reclamo, la queja, la obsesión recriminatoria, el malestar, y descubriendo una inesperada dimensión de contentamiento y poder. ¡Porque iluminando nuestra sombra vamos evaporando el obstáculo que nos impide amarnos! Amarse es amar espontáneamente cada ser y cada cosa, porque cada instante nos hace obvia nuestra unión con todo lo que hay. Y, claro, también te amo a ti, con mágica naturalidad, porque por fin te veo sin las sombras que había puesto en ti.
En los meses que vienen se romperán muchos cascarones y se cortarán muchos queques. El gran desafío de la humanidad, factible ahora por las nuevas, inmensas energías que llegan del cosmos, es optar entre seguir identificada con la mentalidad de guerra, proveniente del miedo y su fatal consecuencia, el egoísmo, o la luminosa conciencia de paz, unidad, fraternidad que ha estado esperando desde el principio en todos los corazones.
Como queremos ser remedio, y aportar a la nueva luz, practicaremos día a día, en la humildad de nuestras vidas, el desarme. Junto con desprendernos de las armas inconscientes, los automáticos juicios mentales, irán quedando atrás la separación, la soledad, la sensación de no ser amados. Porque, apenas despejamos un poco de oscuridad, el universo nos colma, vibrante, con su sustancia infinita: el amor.