¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos?
No sé bien cuándo empecé a hacerme estas preguntas, pero hacia los últimos años de la infancia ya eran foco frecuente de mi atención y reflexiones. ¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos? A muchos les ocurre, en esa edad seria e inocente que antecede a la vorágine de la pubertad.
Corresponde a la intuición espontánea de pertenecer a un gran todo, cuyo devenir influirá inevitablemente en la propia felicidad.
Mi observación de niño encontraba muchas señas alentadoras sobre el estado y pronóstico de la humanidad, o del Hombre, como se decía entonces. Desde luego, los horrores de la última guerra mundial habían quedado atrás. El mundo progresaba aliviado, complacido. Europa y Japón se reconstruían con éxito; en un edificio alto y moderno de la ciudad de Nueva York, representantes de todos los países se reunían permanentemente para garantizar que las Naciones Unidas siempre mantuvieran la paz.
Los avances científicos eran impresionantes. Naves espaciales se aventuraban por el misterio exterior. Todos los días descubrían o inventaban soluciones a enfermedades o problemas; nuevas máquinas facilitaban en forma increíble el trabajo, la comunicación a distancia, los desplazamientos, la automatización. Con esas ayudas, la pobreza y el subdesarrollo iban a desaparecer a corto plazo. Se había propuesto un idioma universal, el esperanto, para que todos nos entendiéramos.
En las calles aparecían autos largos y futuristas. Cada vez veíamos más películas en colores. Un sueño muy esperado se hacía realidad: ¡llegaba la televisión al país! Razones para estar optimista, había.
Sin embargo, recuerdo la tarde de colegio en que la sombra colectiva me ocultó por primera vez ese sol prometedor. Todavía puedo sentir en el cuerpo la sensación funesta de frío e invisible oscuridad. Tocaba clase de matemáticas, pero varios compañeros llevaban radios portátiles que transmitían incesantemente sobre la amenaza inminente de una guerra, esta vez de destrucción nuclear: la crisis de los misiles a inicios de los sesenta. El mundo colgaba de un hilo. Se repetía la palabra Hiroshima, y su efecto era como el de un gas irrespirable.
Era excepcional aquella profesora de matemáticas. Con serena autoridad, nos trajo de vuelta a lo inmediato: el peligro era real, pero distante aún. El álgebra y la vida debían continuar.
Mi confianza en una humanidad que había recapacitado y enmendado el rumbo comenzó a resquebrajarse. Crecía, en cambio, una duda sobre la madurez de la especie para decidir su propio destino.
Eran los tiempos de la Guerra Fría, una guerra que todos esperábamos mantuviera baja su temperatura, porque, de subir, llegaríamos pronto a un enfrentamiento con resultado inevitable de catástrofe final. Un suicidio planetario sin día después.
Angustiaba confirmar que los hombres seguían creyendo que matar podía remediar alguna cosa. Pero no era lo único. Otras noticias tampoco presagiaban nada bueno. Se hablaba de una explosión alarmante, potencialmente más destructiva que ninguna otra, la explosión demográfica. Los progresos de la medicina estaban cambiando los equilibrios históricos entre nacimientos y supervivencia, y los humanos nos multiplicábamos como nunca antes. Se podía prever un crecimiento monstruoso de las ciudades y una expansión incontrolable de la miseria.
Y, si nuestro trato habitual a la naturaleza se multiplicaba también, con aún más explotación y más desechos, muy luego tendríamos un medio ambiente muriendo de contaminación y abuso.
Con el cielo azulado del Santiago de Chile de entonces, costaba imaginarlo, pero esas proyecciones venían de estudios científicos muy serios. Los tóxicos que nuestra actividad industrial eliminaba iban a envenenar el aire, los ríos, la tierra misma; en pocas décadas, el agua pura terminaría siendo el bien más escaso. En algunas partes, ya ocurría.
La destrucción del tesoro vivo se aceleraba día a día. Los bosques milenarios estaban siendo convertidos en papel desechable, y muchas especies se extinguían para siempre: árboles inmensos, hierbas con poderes curativos, mariposas, pájaros, tigres, ballenas…
Mi futuro de ciudadano del planeta, con una vida entera por delante, ya no me parecía tan auspicioso. El mundo en que me tocaba ser era un mundo amenazado.